Lo mismo que arde el aire hierven los cerebros de los demagogos, los aprovechados y los fanáticos
Nada más llegar al hotel, y antes siquiera de bajar a la playa, ya lo gana a uno la sensación acogedora de la intemporalidad. Atrás, en Madrid, en las salidas congestionadas de las autopistas, en el tono crispado de informativos y tertulias, queda toda la tensión del presente, que agobia tanto como el calor excesivo y el tráfico sin mengua del comienzo de julio. Llegar aquí es instalarse en otro tiempo, casi en otra época, y no solo porque el hotel se conserve más o menos como se construyó, hacia finales de los años 1920, o porque en el paseo marítimo, alternando con esbeltas torres de apartamentos de un modernismo de alta calidad de los años sesenta, se conserven villas de veraneo de principios del siglo pasado. Nos han contado que en los primeros ayuntamientos de la democracia hubo un concejal progresista que se enfrentó a todo el mundo para lograr que las villas se salvaran, paralizando como un caballero andante los rugidos de fuego de las excavadoras que ya habían arrasado una gran parte de la belleza de esta costa. Por los enrejados de las villas emergen macizos de azaleas, de jazmines, de esos hibiscos de Hawái que abren sus corolas como lujosas antenas parabólicas diseñadas para atraer con sus emisiones de color y de olor a los polinizadores más exigentes.